domingo, 30 de agosto de 2009

CUENTO: "EL HADA DE LAS NIEVES Y LOS POZOS DE NIEVE"

La lluvia caía sin piedad sobre el pequeño pueblo de María. Los habitantes se habían refugiado en sus cálidos hogares, al abrigo de un acogedor fuego.
Solo un hombre parecía ajeno a todo. Sentado en un banco, observaba la iglesia que se alzaba frente a él con una expresión carente de significado. Parecía no sentir el agua helada y la lluvia que lo golpeaban.
No sabía cuanto tiempo llevaba allí, ni tampoco si lograría salir de su letargo alguna vez; pero al menos mientras permaneciera así ningún pensamiento podría adentrarse en su mente.
Había perdido la cabeza, había enloquecido por una falsa ilusión y ahora que sus fuerzas lo habían abandonado, solo le quedaba esperar. Esperar a que todo terminase.
Al fin y al cabo, ¿Quién tiene miedo a morir cuando la vida es una tortura peor que la muerte?
Corría el año 1825 en el sur de España y, para aquellos que no provenían de familias adineradas, eran tiempos difíciles. El trabajo era duro y apenas les proveía de dinero para sobrevivir. La jornada comenzaba al alba y perduraba hasta bien entrada la tarde, cuando los últimos rayos de sol se escondían tras las montañas.
Las familias de clase baja debían de conformarse con vivir en algún cortijo de no muy grandes dimensiones donde hombres, mujeres, niños y ancianos colaboraban por igual para seguir adelante otro día más.
Manuel era uno de estos jóvenes que trabajaba en el campo junto a sus cuatro hermanos, ayudando a la familia.
Pero el frío invierno acechaba sobre la familia Egea ahora que la nieve se había llevado consigo gran parte de sus cosechas. Hambre era todo lo que podían prever.
Así fue como el joven acabó consiguiendo un trabajo temporal en el pozo de nieve. Su trabajo era duro, aunque sencillo; solo tenía que aplastar la nieve con sus zapatillas de esparto, tal y como había ordenado el encargado.
Los días transcurrían monótonamente en el pozo. Aplastar, poner paja; aplastar, poner paja. Quien iba pensar que una de esas noches le haría cambiar para el resto de su vida...
Era un veinte de enero, y todo parecía transcurrir de forma natural. Había prometido a su familia estar allí la tarde siguiente así que, pese a que la oscuridad ya había cubierto el monte, decidió seguir trabajando un poco más.
Las horas pasaban lentas en soledad y ya se sentía desfallecer cuando algo capto su atención. Entre los árboles, unos ojos azules le observaban.
Sus miradas apenas se cruzaron unos instantes, pero desde ese momento supo que le pertenecía; que se pertenecían el uno al otro.
La joven desvió el rumbo y desapareció entre los árboles. No sabía quien o que era, pero sabía que tenía que encontrarla, no podía dejar que escapara. Corrió entre malezas y espigas, pero no consiguió ver nada; parecía haber desaparecido en el manto de la noche. Atormentado, se dejó caer sobre un tronco y se juró a si mismo que no descansaría hasta volver a ver aquellos ojos azules que, por primera vez, habían conseguido brotar algo en su interior.

Desde ese momento, Manuel no volvió a ser el mismo. Trabajaba pensando en ella, comía pensando en ella y dormía pensando en ella. Su mente solo era capaz de perfilar aquellos ojos azules que le hacían enfermar. Y así, día tras día, esperaba con anhelo el momento de volver al pozo.
La espera se hizo eterna, pero al fin llegó el invierno. Cuando la noche caía y todos volvían a casa, Manuel permanecía trabajando, escrutando el bosque en busca de alguien que nunca aparecía.
No fue hasta el quinto día, después de que sus esperanzas comenzaran a abandonarle, cuando sintió una mirada sobre él.
Enseguida reconoció aquel traje, aquella esbelta silueta, el pelo blando ondulante al viento, ojos fríos como el hielo. Aquellos ojos.
En esta ocasión, la chica se acercó deslizándose sobre el suelo. Algo en ella hacía que se formara en su interior un sentimiento de miedo y admiración. Hielo y fuego que se fundían en su corazón.
Lentamente vio como la chica alzaba una de sus pálidas manos y acariciaba su mejilla. Solo entonces comprendió lo que ella le pedía.
Al día siguiente, pese a no haber pegado ojo, Manuel fue a trabajar al alba. Al atardecer, cuando sus compañeros empezaban a marcharse, pidió a Pedro que esperase unos minutos con la excusa de que debía ver algo.
- Venga Manuel, no pretenderás que me crea que estás viendo a una especie de hada de las nieves, ¿verdad?
- No pretendo que me creas. Solo me parecía justo explicarte el motivo de tu muerte.
- ¿Qué...?
Manuel alzó la pala y golpeó con fuerza la cabeza de su compañero, una y otra vez, hasta que la sangre comenzó a extenderse sobre la nieve. Soltó el arma y cayó de rodillas junto al cadáver. Miró sus manos y comenzó a sollozar. Estaba condenado.

Año tras año la historia se repetía. Cada vez sus manos estaban más manchadas de sangre, pero al mismo tiempo parecía tener menos importancia. Estar maldito era un precio pequeño por poder estar a su lado.

Sus padres, preocupados por su melancólico estado de ánimo, habían organizado su boda con la hija menor de la familia Marín, Lola, una chica alegre y sana que por todo reía. Obediente, Manuel se dejó arrastrar a través de toda la ceremonia. Parecía que aquella chiquilla sería una buena esposa, pero al mirarla no conseguía sentir absolutamente nada.
Pero en una época en que el romance quedaba restringido a las novelas clásicas, ¿acaso no era eso normal? ¿Quién piensa en el amor cuando la propia supervivencia está en juego?
Manuel interpretaba su papel de cabeza de familia, guardando con recelo el secreto de aquello que le hacía seguir adelante cada día.

Pero llegó el año 1832 y las autoridades decidieron cerrar los pozos de nieve por razones de salubridad. Por suerte para la economía familiar, su suegro le ofreció un trabajo en la carnicería que debía aceptar ya que su mujer estaba embarazada y pronto habría una nueva boca a la que alimentar. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que la odiaba. A ella y a la criatura que había en su interior.

Diez años transcurrieron trabajando sin cesar para sacar adelante a su creciente familia. Pegaba a su mujer, gritaba a sus amigos y lloraba en soledad. Odiaba a todos aquellos con los que convivía, incluido él mismo. Estaba muerto en vida, aunque aún no lo sabía.
Una noche de mediados de noviembre despertó sobresaltado, empapado en sudor. Ella le llamaba y él debía regresar a su lado.
- ¿Estás loco? ¿Quieres que viajemos montaña arriba esta misma tarde? – chilló su mujer al escuchar la idea. - ¿Y los niños? Dolores es muy pequeña para un viaje tan duro...
- ¡Cállate! Siempre con tu interminable charla... ¡Cállate, joder! Aquí el que manda soy yo y si eso no te gusta ahí detrás tienes la puerta.
El camino montaña a través fue lento y fatigoso. Los niños no paraban de llorar y su mujer murmuraba algunas quejas que él simulaba no escuchar.
Por fin había despertado, iba a volver a encontrarse con ella y esta vez nada ni nadie le separarían de su lado.
Una fina lluvia comenzó a rociar el monte pero eso no le hizo aminorar el paso. Tenía que llegar al pozo y tenía que ser esa noche.
- ¿Has perdido la cabeza, Manuel? ¿Qué hacemos aquí? Por favor, volvamos... – rogaba mientras su marido acariciaba el viejo pozo.
- No, no soy yo el que está loco. Son aquellos que viven una vida que no merece ser vivida los que están locos. Vanos fantasmas vagando en un mundo de sombras donde todo está escrito. Ellos son los locos, yo soy la cura.
Agarrando un viejo tronco de madera, golpeó a su mujer y a sus tres hijos, ignorando llantos y súplicas que pedían clemencia, aferrándose con desesperación a la piedad humana. No lo entendían... era mejor así.
- ¡Lo he hecho! ¡He hecho lo que me pediste! ¡Ahora déjame verte! Déjame verte una vez más... por favor...
Pero nada sucedió. En el silencio de la noche solo se escuchaban gritos de silencio bajo una luna indiferente.
Agotado, echó a andar.


Se estaba muriendo. Lo sabía, al igual que sabía que no iría al cielo. No le importaba, la muerte era una vieja amiga a quien llevaba mucho tiempo esperando.
Todo había terminado, pero sabía que al otro lado unos ojos azules, fríos como el hielo, le esperaban.
FATIMA PRENDA JIMENEZ

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